viernes, 24 de mayo de 2013

















A los haitianos, Trujillo y su guardia le pedía decir PEREJIL. Decir PELEJI era prueba de ser haitiano, y por tanto condenado en aquella masacre vergonzosa de 1937 en que murieron miles de seres humanos.  Ese antihaitianismo perdura hoy, no es solo racismo, es parte de la secuela de aquella enseñanza que fue luego reforzada por Balaguer contra Peña Gómez y, que de manera hipócrita, se levanta contra el hermano pueblo de Haití.  De acuerdo, regularicemos la migración, que se empiece entonces por los haitianos de la construcción.  Estos, se sabe, son aprovechados por los contructores por ser mano de obra barata, y se los somete a condiciones de vida muy próximo a la esclavitud.  No es exactmente la condición de haitiano que los hace condenables y repudiados.  Ninguno se llama Cigala ni viene a comprar villas a Punta Cana. Es su condición de pobres. En la población encuentra eco porque somos un pueblo doblemente pobre (de mente y de bolsillo) y lleno de complejos, y en muchos casos sin orgullo de lo nuestro, sin identidad.  Quisiéramos ser gringos, ricos aunque sea por el narco. Somos católicos por pose pero sin sensibilidad humana. Las supuestas comisiones y patrullaje en la frontera, más que contribuir a la solución, se aprovechan y maltratan a los haitianos como lo ha denunciado una y mil veces el padre Regino.
Sabemos de muchas mujeres y hombres que van a los Estados Unidos a parir para que el hijo sea gringo. Bueno mejor dicho mujeres, disculpen, es que se me está pegando el discurso feminista. De eso nadie habla. Es una discusión medieval. Yo, como nací en un avión, soy cieleño, por lo que vivo en las nubes y me llevo bien con los lunáticos.

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